Hay lugares en el mundo que son sinónimo de inmensidad, de diversidad, de exotismo, y por supuesto, de aventura. Madagascar es una gran isla de 1.600 km de largo por 600 de ancho y situada en el Océano Índico frente a las costas de Mozambique. Es un mito naturalista. Alberga más de 12.000 especies vegetales (entre ellas 2.000 variedades de árboles diferentes), el 80% de las cuales son endémicas, un nivel de biodiversidad sustentado por una amplísima variedad de hábitats. En cuanto al mundo animal, no me atrevo a hablar de números, teniendo en cuenta que todavía en las últimas décadas se han descubierto nuevas especies, incluso han sido redescubiertas otras que se creían extintas. Cerca del 90% de la fauna de Madagascar es única y sólo se puede encontrar allí, incluyendo ballenas, cocodrilos, serpientes o pequeños y espectaculares pájaros que conviven con el medio con asombrosa placidez, debido a la falta de depredadores que puedan perturbar su apacible actividad. Pero si hay unos animales que destacan por encima del resto por su valor biológico y por su indudable atractivo, son los lémures. Éstos son primates, al igual que los monos y los humanos, aunque dentro de este orden los lémures entrarían en el grupo de los prosimios. Desgraciadamente, quedan en la actualidad menos de 30 especies de las más de 50 que poblaron la isla. En 1987, la World Wildlife International declaró a los lémures el grupo de primates en mayor peligro de extinción del mundo.
El más grande y espectacular de los lémures, el Indri, es muy querido por los lugareños y protagonista de varias leyendas populares; su afable comportamiento y su divertido aspecto le han dado un extraordinario y merecido carisma. Los indígenas lo conocen con el nombre de Babakoto, que quiere decir “hombre del bosque”. Mientras que el resto de especies de lémur conviven en grandes grupos, el Indri lo hace en familias. Cada grupo familiar lo forman entre dos y cinco integrantes y defienden su territorio de otras familias mediante estridentes alaridos, convirtiéndose en toda una atracción para los visitantes que los pueden escuchar incluso a tres kilómetros de distancia. El Indri es monógamo y puede llegar a vivir hasta 80 años.
La isla roja, como también se la conoce por los tonos característicos de su tierra, es una parte del continente africano que se separó totalmente de él hace unos 100 millones de años. Invulnerable a la acción del hombre hasta hace unos pocos siglos, su lenta y caprichosa evolución nos ha dejado tesoros únicos, especies originadas en la propia isla a partir de predecesores heredados del antiguo continente de Gondwana y un paisaje extraordinario que incluye cañones, desiertos, bosques húmedos, imponentes barrancos, playas interminables, selvas tropicales, montañas y arrecifes. Lo abrupto de la geografía de la isla amplía la variedad de su paisaje, no olvidemos que la mitad de la superficie de Madagascar supera los 1.000 metros de altitud.
También podemos encontrar ocho especies de camaleón, aunque, sin ninguna duda, la estrella indiscutible es el formidable Parson, tan grande que puede incluir en su dieta pequeños pájaros. Las largas horas de búsqueda merecieron la pena y pude contemplar finalmente un magnífico ejemplar, paciente e imperturbable a la espera de algún insecto despistado.
Narrar todas las experiencia vividas en un lugar tan mágico me podría llevar días, pero después de mes y medio de cautelosa observación en los parques, reservas y sus alrededores, así como en los poblados y en los eternos caminos que se abren paso con más o menos destreza a través de la rojiza superficie de la isla, repaso algunos datos alarmantes sobre la realidad de Madagascar. Con la ropa cubierta de barro y absorto en un envolvente paisaje verde y neblinoso, reflexiono sobre algunos aspectos que me han provocado una sensación agridulce. El calificativo de Paraíso que utilizamos a menudo se tambalea. En un país con una economía tan básica y una fuerte deuda externa, los cultivos de roza y quema a los que se ven empujados los agricultores para subsistir y la implacable acción de los mineros removiendo la tierra aceleran la erosión del suelo y la desaparición de lémures y otras especies en peligro. En la actualidad queda menos del 10% del bosque original de Madagascar. Cien millones de años de aislada evolución que desaparecen al 90% en los quince últimos siglos por la acción del hombre.
En 1986 un informe del Banco Mundial declaraba a Madagascar como el lugar más erosionado del mundo. La World Wide Fund for Nature, por su parte, considera a la isla roja el objetivo de más alta prioridad de conservación del planeta. Sería muy fácil culpar de la deforestación a los propios malgaches, pero la verdad es que el sistema económico mundial, que continúa beneficiando a los países ricos y castiga a los subdesarrollados, juega un papel decisivo en la degradación. La dificultad para poner en marcha planes de desarrollo sostenido que detengan la pobreza y protejan el entorno natural, sumado a las previsiones sobre el crecimiento de la población de la isla (que aseguran que se duplicará en los próximos años) no dan lugar al optimismo.
En un lugar castigado por la pobreza y las catástrofes naturales, donde las tradiciones de cada poblado están encaminadas hacia la subsistencia, cualquier intento de conservación pasa por inculcar en su propia cultura un sentimiento de propiedad y orgullo sobre la espléndida biodiversidad malgache. Una política de prohibiciones no llevaría a ninguna parte. Impedir la venta de algunos tipos de madera influiría en costumbres artesanales y cotidianas con cientos de años de tradición. Restringir algunos cultivos o el paso por determinadas zonas impediría crear un sentimiento de participación y les impediría disfrutar de su propio y prodigioso patrimonio natural. Los indígenas no asocian sus actividades habituales con la deforestación, por lo que la transición necesaria para una explotación mucho más racional de los recursos no se hará de la noche a la mañana. El reto de poner en marcha formas de subsistencia más adecuadas y la introducción en su enseñanza tradicional de los beneficios que conlleva la conservación del espacio natural que les rodea, requiere el esfuerzo altruista de todos los que nos sentimos parte de la naturaleza.
Qué maravilla!!
No dejas de sorprenderme…