La creatividad en la fotografía es un tema tremendamente abierto a interpretaciones, tantas como fotógrafos hay en el mundo. Si acotamos la discusión a una especialidad concreta, la fotografía de paisaje, todavía se vuelve más controvertido. Hay quienes otorgan el mérito de una buena fotografía a la belleza intrínseca del lugar fotografiado, y no a la visión del fotógrafo que captó esa imagen, como si el valor artístico de la obra lo marcase lo pintoresco del espacio en cuestión, y ese valor se transmita a la fotografía de manera automática independientemente de quién la capture y de cómo o cuándo lo haga.
Al margen de cuestiones tan subjetivas y complicadas de tratar, hay una serie de reflexiones que a menudo he manifestado en conversaciones distendidas entre amigos y han derivado en una especie de agria batalla Analógico VS Digital que no lleva a ninguna parte. Jamás enfrentaría a dos escritores que utilicen herramientas distintas para escribir sus novelas (Uno con estilográfica y otro con ordenador portátil), ni me parecería lógico valorar la destreza del cocinero de un restaurante en función de la marca de las sartenes que utiliza. Lo que sí me gustaría es manifestar una curiosa reflexión desde mi punto de vista particular.
Yo personalmente soy incapaz de generar un número ilimitado de ideas nuevas. Soy incapaz de generar diez nuevas ideas en una semana, de hecho, hay largas temporadas en las que no consigo generar ni una sola idea que merezca la pena. Si un escritor me dice que escribe cinco novelas al mes, podría pensar que es muy imaginativo, pero tiendo a pensar lo contrario. Si un cocinero me dice que todas las semanas inventa nuevos platos para cambiar el menú de su restaurante, podría pensar que es un chef tremendamente ingenioso, pero suelo desconfiar. Si un fotógrafo me cuenta que hace tres mil fotos al año, me gustaría pensar que es el tío más creativo del mundo, pero me da por pensar que tiene algún problema.
Cuando era más joven y alguien intuía que iba a decir algo inapropiado, me decía “cuenta hasta diez antes de hablar”, y así, pensando unos segundos, a lo mejor evitaba un gasto innecesario de energía. No es un mal ejercicio. Lo que se me ocurre proponer al escritor del párrafo anterior es un inocente práctica de contención. Le pediría un relato de diez páginas, pero con una malvada limitación, solo puede utilizar diez hojas de papel, y no puede borrar, ni realizar cambios en lo que escriba. Al cocinero le pediría algo similar, que invente un plato totalmente nuevo, que no se haya cocinado nunca, y solo lo puede hacer una vez, sin probarlo hasta que no esté terminado. Al fotógrafo de las tres mil fotos podría pedirle una serie temática, sobre un tema nuevo, de unas diez imágenes, con una pequeña restricción, solo puede apretar el botón de disparo diez veces, y no podrá ver las fotos que está haciendo hasta que no termine la serie completa.
No tengo ni idea si el relato del escritor será bueno o malo, si el plato del cocinero estará rico o si la serie temática del fotógrafo será digna de elogio. Ni lo sé ni me importa lo más mínimo. Lo que sí me intriga es cuánto tiempo han tardado cada uno de ellos en comenzar la tarea, cuantas horas ha invertido el escritor en imaginar mentalmente la descripción de los personajes, las situaciones que hacen que se crucen sus historias, el tono cómico o dramático del relato, antes de escribir en el papel el primer párrafo. Me intriga también cuantos sabores, cuantas mezclas, cuantos aderezos ha imaginado el cocinero en su cabeza, antes siquiera de decidir los ingredientes que va a utilizar antes siquiera de entrar en faena. Me intrigan por supuesto los paseos que ha dado, los libros que ha ojeado o los días que ha tardado el fotógrafo en disparar por primera vez la cámara, y cuánto han durado los paréntesis entre toma y toma.
El objetivo de este ejercicio ficticio es muy simple, dotar de cierto sentido a una actividad a la que vamos a dedicar tiempo y en la que vamos a gastar energía, desarrollar la imaginación sin fomentar una enfermiza dependencia de nuestras herramientas de trabajo, afinar nuestra puntería, forzar a nuestro cerebro a generar vínculos entre todas las experiencias que hemos ido almacenando con los años. En definitiva, pensar qué vamos a hacer y decidir cómo queremos hacerlo. Algo que creo fundamental cuando desarrollamos una actividad artística. O como me decían de pequeño cuando alguien intuía que iba a decir algo inapropiado, contar hasta diez.
Todavía me tienes que contar este viaje