Estoy recordando una excursión por la serranía de Cuenca hace la torta de años, con un amigo biólogo que andaba por aquel entonces haciendo su tesis doctoral sobre los cambios en el paisaje según el uso del suelo. Era evidentemente un trabajo académico, confrontando la actividad geográfica y económica del ser humano con los cambios medioambientales que traen consigo una transformación del paisaje natural. Ahora, con muchas excursiones a mis espaldas, me da por pensar en los cambios del paisaje por intervenciones artísticas, por esas conversaciones conceptuales entre la obra de un artista y el entorno donde se ubica. Y tengo que decir que no me acaban de gustar, no termino yo de sentirme cómodo, me pasa como cuando en la saga de Star Wars alguien dice eso de “noto una perturbación en la fuerza”. Me gustan un rato, pero no más.
No voy a criticar a un determinado artista ni su trabajo, que en la mayoría de los casos me encanta. Solo comentar que me gustaría que esta clase de intervenciones en parajes naturales tuvieran una duración apropiada, lo suficiente para que el proyecto tenga sentido y que el espectador pueda visitarlo y disfrutarlo, pero devolviendo luego la identidad al lugar, su aspecto original. Valoro mucho la obra de Chillida, pero tengo que decir que me alegró enormemente que el Cabildo de Fuerteventura decidiera rechazar el monumental proyecto de Tindaya, que pretendía vaciar la montaña y crear en su interior una enorme sala cúbica con dos chimeneas verticales que dieran iluminación. Soy de los que sufren cuando en una ciudad histórica con edificios antiguos, con encanto, con una arquitectura clásica, algún alcalde con aires de grandeza, o de estupidez, le da por autorizar la construcción de uno de esos rascacielos brillantes, de cristal, con formas cúbicas y tropecientas plantas de altura, firmado por el arquitecto de moda.
Muchos de estos proyectos permanentes no solo han modificado el paisaje del lugar en el que se ubican, que es algo pretendido por el artista, también han alterado en mayor o menor medida el entorno. La belleza intrínseca del lugar pasa a un segundo plano y el interés de las guías de viaje empieza a recaer en la obra y en el artista, se modifican itinerarios y se construyen infraestructuras para facilitar las visitas. Hay paisajes que han tardado miles de años en formarse, en adquirir esa belleza limpia, y fuera de lo que sería un periodo temporal de intervención artística, una conversación de duración concreta entre la naturaleza y la obra de un artista, no le encuentro el sentido al hecho de alterar de manera permanente un paisaje que ha costado tanto tiempo formarse, independientemente de la calidad de la obra.
He tenido la oportunidad de caminar por el desierto, sin compañía, y hay personas que me han preguntado por qué voy a un lugar en el que no hay nada. Supongo que son el tipo de individuos urbanitas que piensan que la Naturaleza es un espacio vacío que podemos llenar de objetos a nuestro antojo porque, como afirman rotundamente, allí no hay nada. A mí me encanta esa supuesta “nada”. Cuando visito un paraje en el que no hay nadie, pretendo no encontrarme a nadie, cuando recorro un lugar en silencio, no quiero que nada lo rompa, y cuando asisto a un evento artístico en un entorno protegido, me gusta pensar que en algún momento el sitio recuperará su fisionomía original. Los lugares no necesitan demostrar que han sido visitados. Me he llegado a encontrar chiringuitos, tiendas de souvenirs y aparcamientos en lugares preciosos que había conocido hace años y que ahora forman parte de un circuito turístico donde miles de personas esperan cola para hacerse un selfie delante de la obra que un artista conocido ha plantado en medio de la “nada”.
Cuando viajo, siempre me he preocupado mucho de no dejar rastro alguno de mis pasos, incluso es difícil averiguar desde qué punto concreto de un paisaje he realizado mis fotografías, aun conociendo el lugar. Soy muy ninja. Me gusta pensar que la próxima persona que llegue hasta allí recibirá la impagable sensación de ser el primero, al igual que la tuve yo. Hay lugares preciosos, espectaculares, a los que nunca he vuelto, que me han hecho sentir incómodo. Me han llegado a prohibir la entrada a un punto concreto de un espacio protegido en el que pretendía realizar una fotografía, viajando además en bicicleta, para luego percatarme de que pagando una cantidad sustancial de dinero, meten a un grupo de turistas en un enorme autobús todoterreno y les pasean por el lugar con todo el ruido, la contaminación y los daños que causa semejante monstruo motorizado. Me encanta la escultura y la arquitectura, y creo que es posible una comunión sostenible entre Arte y Naturaleza, un equilibrio sano sin necesidad de alterar ni destruir la identidad de los lugares, por muy bueno que sea el artista y por muy maravillosa y meritoria que sea su obra. Hay paisajes que no necesitan un objeto en medio en el que focalizar nuestra mirada para ser bonitos, son preciosos mires donde mires, tal cual, sin añadir nada más.