Estoy leyendo un poema del ilustrador Michael Leunig que, traduciéndolo de forma libre, dice más o menos así, “Soledad, un simple refugio, una hoja de papel y un lápiz, una taza de té y una tostada, una ventana, tranquilidad, una silla y una mesa. La mente en blanco, el alma desnuda, es todo lo que necesito en esta habitación”. Estoy también repasando algunas carpetas de diapositivas antiguas en busca de un par de imágenes que pueda utilizar en un proyecto que tengo en mente, y se me empieza a despertar cierto deseo de volver a explorar ciertos lugares que visité hace ya bastante tiempo y en los que encontré una sensación similar a la que descubro ahora leyendo el poema, la soledad como parte positiva de nuestro equilibrio vital.
Está claro que no es lo mismo la soledad forzosa que la soledad como elección personal. No tiene nada que ver tampoco con ese sentimiento de soledad derivado de un trastorno o una crisis emocional, que se convierte en algo dañino, como una enfermedad. Es raro estar en una situación como esta y pensar en revisitar lugares que conocí en soledad, aunque como estoy explicando, sería distinto. Abandonar este estado de reclusión obligada para revivir otro estado de aislamiento voluntario. Además, cuando estoy en ciertos lugares, no llego nunca a sentirme solo. Igual que Leunig se siente arropado por su ventana, su cuaderno, su lápiz, … yo siempre me he sentido acompañado por el runrún de las olas, por el murmullo del viento, por el balanceo de las ramas, por el jadeo de mi propia respiración, o sea, por todo lo que necesito en esos lugares en los que la soledad intencionada me sirve para equilibrar mi estado de ánimo.