Hasta hace poco tenía localizados algunos fotógrafos románticos que a día de hoy continuaban experimentando con métodos antiguos y con emulsiones especiales. Se resistían, por idealismo, por inquietud o por pura pasión, a dejar morir irremediablemente las técnicas con las que el arte de la fotografía comenzó a dar sus primeros pasos hace ya casi 200 años. Aquella icónica “heliografía” tomada por Niépce desde la ventana de su casa en Saint-Loup-de-Varennes en 1.826 dio paso a gran cantidad de avances con los que muchos artistas, químicos, científicos o inventores desarrollaron diferentes técnicas cuyo único fin era el de fijar una imagen a un soporte físico. Llegaron, todavía en el siglo XIX el daguerrotipo, el calotipo, el colodión húmedo o los ferrotipos. Y esta última técnica, que se realizaba sobre una base metálica de hierro, es la que me lleva a recordar al gran Edward S. Curtis.
Me habían regalado hace poco el libro La chica que se casó con un fantasma y otros relatos de los indios Salish y lo estaba leyendo estos días. En él se juntan algunos relatos de la mitología Salish con imágenes tomadas por Edward S. Curtis en sus viajes a la costa norte del pacífico. Me ha servido además para rebuscar en las cajas del trastero, las de mi última mudanza, la edición que publicó Taschen hace años de los portfolios completos de Curtis. También me ha hecho repasar las notas que he ido apuntando con los años en el libro La medicina de la tierra, en el que la escritora Jamie Sams repasa las enseñanzas espirituales de los nativos de Norteamérica.
Edward Sheriff Curtis nació en 1.868 y desde muy joven se interesó por la fotografía, llegando a trabajar como aprendiz en un taller que realizaba retratos, para luego abrir su propio estudio junto a Thomas Guptill. Aficionado al montañismo, comenzó a fotografiar los paisajes de las Montañas Rocosas y la realidad de su entorno, como los mineros que peregrinaban al río Klondike durante la fiebre del oro en el Yukón. En 1.895, tras fotografiar a una anciana suquamish, que además era hija del jefe Seattle, se empezó a interesar por la cultura de los nativos norteamericanos.
Durante un viaje al monte Rainier, conoció a un grupo de científicos entre los que se encontraba el antropólogo George Bird Grinnell y el cofundador de la National Geographic Society Clint Hart Merriam. En 1.899, Merriam le contrató como fotógrafo para una expedición por Alaska, en la que conoció al naturalista John Muir, quien compartió sus conocimientos antropológicos y le animó a profundizar en las costumbres de las distintas tribus de nativos. Un año después, Grinnell le invitó a viajar con él a la reserva Piegan, en Montana, para fotografiar y documentar los rituales sagrados de los Blackfoot (pies negros), entrando en contacto por primera vez con una cultura nativa inalterada.
Ya a comienzos del siglo XX, el banquero y coleccionista de arte John Pierpont Morgan, considerado entonces como el hombre más rico del mundo, quedó fascinado por un retrato de una joven del pueblo Mojave que Curtis había fotografiado en 1.903, y se comprometió a financiar la obra del fotógrafo. Entre 1.906 y 1.930, la fructífera asociación entre el magnate y el artista se plasmó en los veinte volúmenes que bajo el título de The North American Indian, documentan el estilo de vida de las poblaciones autóctonas estadounidenses. Los 2.000 fotograbados y los textos que los acompañaban describiendo las costumbres y la forma de vida de unas 80 tribus de diferentes regiones, se publicaron en una edición de lujo limitada a 500 ejemplares y con un prólogo escrito por el presidente Roosevelt. Además, el antropólogo e historiador Frederick Webb Hodge, que fuera director del Museo del Indio Americano en Nueva York, figuró como editor. Las placas originales de la colección de Curtis quedaron guardadas en un almacén hasta que fueron encontradas en los años 70. En los 90, la biblioteca de la Universidad de Northwestern recibió la tarea de digitalizar la colección, que se guarda hoy en día en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
Obviando el innegable encanto que destilan las fotografías antiguas, sobre todo cuando tenemos ocasión de contemplar copias originales, de cerca, con sus tonos, sus texturas, su belleza, con ese indescriptible atractivo que tienen los objetos únicos, imposibles de replicar (recomiendo una visita al Photomuseum de Zarautz), la obra de Edward S. Curtis trasciende lo artístico. El trabajo de documentación, la minuciosidad con la que trabajó y la habilidad para forjar vínculos con los indígenas que iba conociendo, hacen que esa labor de antropología social dé mucho más peso a su obra. Gracias a sus imágenes, a sus transcripciones y a algunas grabaciones sonoras que realizó para atesorar canciones, rituales y leyendas tradicionales, podemos hacernos una idea de cómo fue la vida de estas tribus y su posterior y triste contacto con el hombre blanco que les llevaría a una lenta y gradual desaparición. Edward S. Curtis realizó también algunas filmaciones mudas que se recopilaron, a modo de “docuficción”, en el documental de 1.914 llamado En la tierra de los cazadores de cabezas.