Parece que está dejando de llover. Después de varias salidas a la naturaleza a lo largo de los últimos meses, cargando a la espalda mi vieja y pesada mochila, testigo silencioso con sus desgastadas correas y sus cientos de cicatrices de incontables e insólitos momentos, me encuentro sentado con los ojos entreabiertos sobre una de esas playas anónimas del litoral asturiano a las que únicamente puedes llegar con las precisas indicaciones de los lugareños.
El rugir de las olas rompiendo hace ya algunas horas que se fue desvaneciendo y solo queda un leve e hipnótico susurro que avisa del momento exacto en el que la altura del agua llega a su nivel más bajo. Ya había estado en este lugar más veces, pero nunca lo había hecho solo, nunca en silencio, nunca con mi vieja brújula y una tabla de mareas que me indican que la playa está ligeramente orientada al este y que mañana, unos veinte minutos antes del amanecer, tendré la próxima bajamar, nunca intentando imaginar el momento en el que el agua se retira por completo y deja al descubierto esas sombras azuladas que nos hacen preguntarnos cuántos tonos diferentes de azul podríamos encontrar en un mismo instante y en un mismo lugar.
Mientras regreso hacia el coche, activo la alarma del reloj a las cinco y media de la mañana y, con un suspiro de resignación, pienso en todos estos pequeños peajes que he tenido que pagar para conseguir ser testigo de algunos momentos sorprendentes e irrepetibles en los que reflejos, sombras, colores, contrastes, siluetas y otros elementos que se comportan aparentemente de manera aleatoria, confluyen por unos segundos en una especie de perfección armónica.
A la mañana siguiente, como cuando abres un regalo sin tener la certeza de lo que hay en el interior pero imaginándote lo que te puedes encontrar, cierta ansiedad invade mi mente a la espera de que el agua se retire por completo y deje al descubierto esas piedras desparramadas de manera caprichosa o esa fina película de agua que refleja el cálido y suave resplandor del amanecer. Mis ojos constatan entonces que los tesoros que la bajamar descubre son incluso más bellos y sugerentes de lo que estaba esperando. Mientras monto la cámara en el trípode, me aseguro con una mirada egoísta a ambos lados que estoy solo, que todo es mío, que no hay nadie con el que deba compartir tan suculento botín y me lanzo a capturar reflejos, sombras, colores, contrastes, siluetas, … antes de que el agua despierte de ese fugaz letargo, recupere su ímpetu y decida borrar de una manera casi insolente cualquier rastro de lo que allí ha ocurrido.