Corría el año 1990 cuando conocimos en un ficticio pueblo de Alaska a los icónicos personajes de la serie Northern exposure (Doctor en Alaska en España). Por aquel entonces no sé si existía eso que ahora llamamos turismo cinematográfico, pero sí sé que viendo en televisión la calle principal de Cicely con la pegadiza sintonía de los créditos iniciales de fondo, tuve mi primer impulso por viajar a un lugar que me transmitía tanto sosiego y armonía, con la ilusoria esperanza de escuchar en la radio del coche las siempre filosóficas reflexiones que Chris lanzaba a través de las ondas desde el pequeño estudio de la KBHR, o sentarme a tomar una cerveza en el mostrador del Brick mientras Holling y Maurice se lanzaban miradas desafiantes y fanfarroneaban sobre sus supuestas dotes varoniles.
No tengo ni que decir que aquel viaje se quedó en un simple espejismo. Cicely no existe, los exteriores de la serie se rodaron en la localidad de Roslyn, que ni siquiera está en Alaska, sino al sur de Seattle, en el estado de Washington, y aunque en alguno de mis viajes me hubiera desviado un poco para descubrir alguna de las localizaciones de la serie, no habría podido entrar a comprar sellos a la tienda de Ruth-Anne ni hubiera tenido la oportunidad de volar a Anchorage en la avioneta de la guapísima Maggie O’Connell. Y visitar un lugar sin que exista la conexión que te une a él, sin los encantos que hicieron que quisieras ir allí, puede que no sea una buena idea.
Hace poco me dio por pensar en todos esas localizaciones que hemos visto en películas o series y que me han provocado impulsos similares al que me provocó Cicely. Después, y tras verificar que el 99 por ciento de esos enclaves son ficticios y se crearon exclusivamente para un rodaje concreto, me quedé con el que quizás sea uno de los más recurrentes tanto en cine como en televisión, el parque de atracciones de Coney Island. Éste sí que existe y cada vez que veo alguna secuencia ambientada en cualquiera de las atracciones del parque, en su playa o en el paseo marítimo, lo convierto necesariamente en un personaje más de la trama, a pesar de ese cierto toque de decadencia que se percibe en la actualidad.
La última vez que he visto Coney Island en la televisión ha sido en la primera temporada de la serie Mr. Robot, desde donde el personaje de Elliot (Rami Malek) desarrolla su labor de hacker informático, escondido en uno de los barracones del parque cerrados al público. También Woody Allen ha ambientado una de sus últimas producciones, Wonder Wheel (2017), en el emblemático parque. Y por citar otras películas que han llevado su acción o alguna secuencia hasta allí, citaremos alguna reciente como la tercera parte de Men in Black, o algún que otro clásico, como Réquiem por un sueño de Darren Aronofsky o la serie Los Soprano, con un inmenso James Gandolfini, que nos dejó desgraciadamente demasiado pronto.
Buscando imágenes he dado con el interesante trabajo de la fotógrafa Liz Devine, que retrata las estampas más luminosas y populares del lugar. No sé si algún día, estando en Manhattan, me dará un arrebato y cogeré el metro hasta el extremo sur de Brooklyn para comprobar si todavía conserva algo del esplendor de décadas pasadas, de momento lo apunto a lápiz por si me arrepiento. Siempre prefiero visitar sitios de los que no tenga ninguna referencia, para descubrirlos por mí mismo sin generarme expectativas y, sabiendo que no voy a encontrarme la máquina del mago Zoltar para pedirle un deseo, me lo pensaré, aunque siempre está la opción de aparcar las ilusiones, limitarme a dar un agradable paseo y comerme un perrito caliente en el Nathan’s, de esos de los que todo el mundo pide cuando van a Nueva York.