No veo mucho la televisión y nunca he sido un gran consumidor de series de comedia ligera, de las llamadas “Sitcom”, pero de entre los personajes de este tipo de productos que más gracia me han hecho está el de Ron Swanson de la serie “Parks and recreation”, emitida por la cadena NBC estadounidense hará unos 15 años. En uno de los episodios, el personaje de Chris (Rob Lowe) le cuenta a Ron (Nick Offerman) que ha comprado un pequeño aparato que reproduce sonidos de la naturaleza para ponérselo por las noches a su bebé recién nacido mientras duerme. Ron le mira extrañado y le pregunta ¿Has pagado por un cacharro que simula una ventana abierta?
Aunque sea una simple secuencia de una serie de comedia, siempre me da por buscar algún mensaje de fondo y reflexionar sobre cómo nos vamos alejando cada vez más del entorno natural hasta convertirlo en algo lejano y completamente artificial. La percepción que tenemos de nuestro planeta ha cambiado drásticamente en los últimos años, sobre todo en las nuevas generaciones, y la dependencia de la tecnología se ha extendido a la misma velocidad con la que nos vamos distanciando del contacto con la naturaleza.
Sé que me repito bastante con este tema, pero últimamente he sentido mucha vergüenza ajena siendo testigo de la reacción desmesurada de niños y niñas de entre 3 a 10 años que, ante la tardanza de sus progenitores en colocar un teléfono móvil o una tableta en sus manos, han reaccionado como la niña de El Exorcista, con gritos, llantos, insultos, golpes, en medio de un restaurante, el asiento trasero del coche o en cualquier espacio público. Se suma además a mi preocupación el conocer un dato curioso que no sabía. Muchos de los hijos de grandes gurús de las empresas tecnológicas de Estados Unidos están todos matriculados en la misma escuela de la localidad de Los Altos, en la famosa zona llamada Silicon Valley, en California. Y la peculiaridad de esta cara y prestigiosa escuela en la que se forman estos chavales es que no se permite ningún dispositivo electrónico dentro del Centro y no se utilizan tampoco para impartir las clases. Hace tiempo me hubiera preguntado por qué estos multimillonarios empresarios tecnológicos no quieren que sus hijos utilicen la tecnología que ellos mismos venden al resto del mundo. Ahora ya no me hace falta que nadie me dé la respuesta; me basta con pasar un poco de vergüenza ajena en las situaciones que he comentado y que me reafirman en lo que promulgo de cuando en cuando entre amigos: “gente, estamos perdiendo el norte”.
Por edad, soy de una de esas generaciones que se criaron lanzando piedras a un río para ver cuántas veces rebotaba, golpeando los troncos de los árboles para saber cuál estaba hueco, mirando por la ventanilla del tren en los viajes largos, jugando en la calle con las bicicletas que arreglábamos nosotros mismos, curándonos heridas en las rodillas o secándonos la ropa al sol después de una gran tormenta. La herramienta que más utilizábamos era una navaja suiza y los juegos nos los inventábamos sobre la marcha. Y ahora, sintiéndome todavía joven y sin asumir el cambio generacional tan brutal que hemos sufrido, me encuentro con niños que no se han manchado de barro en su vida, que no han utilizado nunca el transporte público, que no te miran a los ojos mientras te hablan, si es que alguna vez te hablan. Me inquieta pensar hacia dónde va todo esto y qué papel tendrá la naturaleza en nuestras vidas dentro de veinte o treinta años. Quizás un paisaje como fondo de pantalla, si acaso.
El cerebro de un niño trabaja 24 horas al día construyendo una representación del mundo basada en las experiencias que tiene. Y las experiencias que tiene son solo dos: pulsar un botón o deslizar un dedo. Las cosas ocurren por obra y gracia de una de esas dos acciones, o de las dos combinadas. Ya no hace falta preguntar por qué, ya no hay pasos intermedios, no sienten interés por experimentar, por saber a qué huele algo o si es o no comestible, por qué suena un objeto así al golpearlo, por qué esto es blando o duro y por qué aquello vuela, por qué hace frío o calor. Les estamos ocultando cómo surgen las cosas y eliminando las experiencias sensoriales que les relacionan con un mundo natural y físico. ¿Para qué voy a ir a ver un riachuelo si apretando un botón del móvil puedo ver uno? ¿Por qué gastar energía haciendo un dibujo si puedo pedirle a mi ordenador que me lo haga él? ¿A mí que me importa a qué huele un pinar cuando llueve?
La última experiencia surrealista que me ha quitado la poca fe que me quedaba en la raza humana ha sido comprobar cómo en casa de unos amigos se comunican entre ellos mediante whatsapp. Sí, entre ellos y estando todos en casa. Parece ser que la distancia entre el salón y la cocina es insalvable para un adulto de complexión media. No hablaré de por qué ya no pago por ir a un concierto, seguro que os lo podéis imaginar.
Para no alargar demasiado mis lamentos y antes de parecer una especie de Grinch de la tecnología, solo comentar que cuando dejamos a los niños pequeños interactuar sin medida con el mundo digital, interferimos en el desarrollo saludable de sus capacidades sociales. Son la primera generación cuyas vidas giran totalmente en torno a la tecnología, y aún no hemos aprendido cómo gestionarlo. No digo que haya que comprar un DeLorean para volver atrás en el tiempo, solo que de vez en cuando podemos mostrarles a los más pequeños de dónde vienen las cosas y dejar que se manchen, se mojen, se pierdan o se hagan daño. Invitarles a salir de esa hipnosis digital tan insana. Explicarles qué hace que el cielo cambie de color o por qué el agua de los ríos está tan fría. Que descubran que esos sonidos de la naturaleza que salen de un aparato son solo una grabación y que los sonidos auténticos no están tan lejos. Que desarrollen una percepción del entorno más real y que aprendan a aburrirse, que no pasa nada por mirar a través de la ventanilla del tren durante un viaje. El ser humano ha vivido miles de años sin tecnología, pero sabemos que no podríamos vivir sin la Naturaleza, por mucho que nos esforcemos en recrearla artificialmente.