Cuando la luz pierde intensidad, gana en posibilidades. La frase no es mía, pero me encanta, es una de esas máximas de la fotografía de paisaje que deberíamos llevar grabada a fuego todos los que sentimos verdadera pasión por retratar de la manera más delicada posible nuestro entorno natural. Lo aprendí de un gran maestro del cine, de uno de esos directores de fotografía que ganan premios y cuyos nombres aparecen escritos con mayúsculas en los créditos de las películas. Y lo aprendí leyendo, como tantas otras cosas que aprendemos de los libros, y se me quedó ahí, como vagando por el subconsciente, como provocando cierta sensación de incertidumbre cada vez que visitaba un lugar nuevo con mi vieja cámara entre las manos.
Ahora, algunos años después y con unas cuantas fotos a mis espaldas, trato de recordar cuál fue el instante en el que aquel maravilloso dogma dejó de ser pura teoría y se convirtió en algo comprensible y provechoso, en qué momento influyó en la manera que tengo ahora de decidir qué imágenes quiero conseguir, y cuándo y cómo quiero captarlas. Pues bien, lo recuerdo perfectamente. Fue la primera vez que vi despertar un lugar, que no es lo mismo que contemplar un amanecer. Cuando hablo de ver cómo despierta un lugar, me refiero a llegar de noche, a dejar que nuestras pupilas se adapten a la falta de luz, a escuchar los sonidos que nos permiten intuir las cosas que no podemos ver todavía, a observar cómo se dibujan los perfiles de las nubes con el primer albor del cielo, a comprobar cómo se definen los volúmenes de cada objeto cuando esa primera luz irrumpe sutilmente en la escena, a apreciar los diferentes colores que reflejan las zonas húmedas según los tonos que vaya cogiendo el cielo. En definitiva, a sentir la transformación de ese espacio durante unos pocos minutos, ese mágico intervalo de tiempo en el que no ha salido todavía el sol, pero la primera claridad del día nos da la bienvenida y nos invita a experimentar, a retratar el proceso de creación de un lugar en nuestra mente que, hace solo un instante, no existía para nuestros ojos, a intentar no delatar nuestra presencia, a procurar que no haya nada que indique que estamos allí y que nos hemos guardado en la cámara una pequeña parte de esa experiencia y por supuesto, a generar un recuerdo maravilloso. Entonces sale el sol, y llega la hora de recoger y volver a casa, o mejor aún, de buscar un nuevo lugar que nos transmita algo positivo, de generar alguna idea nueva y de apuntarlo en la lista de fotos pendientes. Quién sabe, quizá cuando tengamos ocasión de volver por allí, nos apetezca verlo despertar. Seguro que encontramos nuevos detalles, diferentes colores, sensaciones inesperadas, y nos guardamos otra experiencia más en nuestra cámara.