Desde que a mediados de los 80 el periodista italiano Carlo Petrini promovió la filosofía del slow food, tras un monumental enfado al descubrir un McDonald’s en la Plaza de España de Roma, han sido muchos los movimientos sociales que han ido surgiendo y que se engloban en lo que ahora podemos llamar el slow living o slow life. Últimamente he oído hablar de algunas ciudades que quieren combatir el alto índice de estrés de sus ciudadanos y abogan por un ritmo de vida más saludable y desacelerado. Me divierto imaginando a los peatones moviéndose por las aceras como osos perezosos, o a la gente escondiendo el despertador al irse a la cama para poder dormir quince horas del tirón como un koala. Sería grandioso, pero no parece que vayan por ahí los tiros. Yo huyo de las ciudades, me ocurre desde siempre, me dan dolor de cabeza, no soy capaz de procesar tal cantidad de impulsos. Necesito identificar la fuente de los estímulos que reciben mis sentidos antes de ofrecer una respuesta.
Cada vez que aterrizo en algún lugar del mundo, intento salir de la ciudad en ese mismo día, o a la mañana siguiente y cuanto más temprano mejor. Me relajo en cuanto dejo atrás los edificios y se empiezan a vislumbrar los primeros bosques y montañas a través de las ventanillas del autobús. Además, con el peso y el tamaño de mi cámara, pienso que voy a molestar si intento fotografiar algo en la ciudad o que algún policía me va a multar por entorpecer el tráfico si me ve montando el trípode y pidiendo a los viandantes que se aparten. Ahora es muy fácil con la tecnología móvil ir capturando cada rincón de una ciudad sin apenas parar de caminar. Mi equipo no me permite trabajar así, y no quiero verme nunca disparando a lo loco para acumular cientos de imágenes de las que luego no conseguiré acordarme.
En alguna ocasión que iba callejeando sin rumbo y con la excusa de volver a escuchar la cadencia de mi respiración, me he atrincherado un largo rato en alguna vieja librería desde la que podía apartarme del trasiego exterior escondido detrás de la cristalera del escaparate o en alguna de esas tranquilas tiendas de ultramarinos que inundan el sentido del olfato con aroma a especias y ofrecen una de los pasatiempos más sencillos y relajantes que recuerdo, cerrar los ojos y hundir la mano en un saco de legumbres. Hasta que el tendero empieza a mirarme con cara de pocos amigos y no cabe otra que comprar algo para disimular. Otro de mis escondites favoritos para huir de los atestados lugares turísticos son los callejones. Sí, esos pasillos solitarios y sombríos llenos de escaleras de evacuación y puertas traseras por donde los comerciantes sacan la basura por las noches. En una ocasión y tras percatarme de que alguien me vigilaba, tras notar que había a unos pocos metros una camarera que había salido a fumar por una de esas puertas y me observaba inmutable mientras media la luz con el fotómetro de mano, me fue imposible aguantar la risa mientras me la imaginaba volviendo dentro y pregonando a su jefe “ahí fuera hay un zumbao hablando solo y haciendo una foto a la pared”. En fin, cada uno descubrimos las ciudades a nuestra manera.
Necesito identificar la fuente de los estímulos que reciben mis sentidos antes de ofrecer una respuesta.
Sería fantástico poder estar presente y poder hacerlo… Gracias ? como siempre buenísimo y las fotos aún más.
Me encantan las fotos y el artículo, Miguel.
Me has traído varios recuerdos. El primero siempre va conmigo, desde que leí Momo, la importancia del tiempo, de la calma.
«Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.
(…) De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta de cómo ha sido, y no se está sin aliento»
Por otro lado, la foto de las legumbres es sublime, me ha traído recuerdos felices de niñez, en la tienda de mis abuelos, hundir la mano en el saco de garbanzos hasta el fondo, y sentir el roce de cada uno era mi pequeño gran placer.
Gracias Miguel