Cuando pensé que podría ser una buena idea visitar El Hierro, tenía muy pocas referencias sobre ella. Tampoco me esforcé en buscarlas, no me gusta llenar la cabeza con datos e imágenes de los lugares que voy apuntando en mi lista de viajes pendientes, no soy de los que compran guías turísticas ni me entusiasma crear expectativas antes de pisar un destino concreto. Será por eso que me cuesta trabajo recomendar los lugares que visito a mis amigos o conocidos, incluso en las ocasiones en las que he disfrutado especialmente. Sabía que no había vuelos directos desde la península y que el guitarrista Brian May se retrató en El Sabinar, junto a uno de los símbolos más icónicos de la isla, para la portada de su disco Another world allá por 1998. Sabía también, por algunos amigos que disfrutan con las emociones fuertes, que bajo sus aguas se esconde un auténtico santuario para los amantes del buceo y que, si alzamos la vista hacia las zonas más altas de la isla, veremos con seguridad a más de un valiente disfrutando de un majestuoso vuelo en parapente. Me hice con un buen mapa, cómo no. La isla es pequeña, toda una ventaja para los que no nos gusta conducir. Y allí aterricé, con la moral por las nubes y dispuesto a exprimir al máximo todos y cada uno de los días que iba a permanecer en este capricho volcánico. Recorrí cada carretera, cada sendero, cada centímetro de costa, cada arco de piedra y cada lugar que pudiera tener una mínima posibilidad de brindarme algún pequeño regalo. El resultado, ni una sola fotografía, nada de nada. Eso sí, un cuaderno repleto de notas, de referencias, de indicaciones geográficas, de horarios de la bajamar, pero sobre todo y lo más importante, una curiosa y necesaria sensación, la de aparcar las prisas cuanto antes, la de encontrar el ritmo adecuado, la de conseguir que las fotografías que iba a captar a partir de ese primer contacto, de esas primeras notas en el cuaderno, reflejaran de alguna manera la cadencia exacta a la que empezaba a imaginarme cada imagen del proyecto.
Por muy pequeño que sea un lugar, por muy rápido que creamos poder explorarlo, necesitamos disfrutarlo a la velocidad precisa, mimetizarnos de alguna manera con el paisaje que nos rodea. Me encanta caminar, me gusta fijarme en todos esos detalles que suelen pasar desapercibidos, no me incomoda el silencio, no me aburre esperar que la luz cambie si así creo que puedo mejorar la toma, no me cuesta trabajo llegar a un lugar antes del amanecer si pienso que la primera claridad del día puede crear un clima especial, no tengo problemas en sentarme durante un largo rato a escuchar como chocan las olas contra un acantilado si eso me ayuda a reflejar una atmósfera concreta en una imagen.
Una vez ordenadas todas las notas del cuaderno, llegó la hora de orientar las sensaciones que me había transmitido cada lugar hacia la idea que tenía en la cabeza sobre este proyecto y eso, desgraciadamente, significa quedarme con algunos sitios y desechar otros, o quizás no desecharlos, simplemente guardarlos para otra ocasión. Todas las localizaciones son fotografiables y tienen posibilidades, pero dice el refrán que quien mucho abarca, poco aprieta, y analizando la predicción meteorológica, la tabla de mareas, las indicaciones de mi inseparable brújula, las inevitables limitaciones de tiempo y mis preferencias personales, me centré en algunas zonas concretas. Quería aprovechar las primeras luces, los amaneceres y esa primera claridad del cielo cuando todavía no ha salido el sol, para fotografiar la playa de El Verodal y los reflejos con los que la humedad de las olas cubre las caprichosas rocas desperdigadas sobre la arena. También quise captar en los primeros momentos de luz del día, el despertar del pequeño bosque de La Llanía, en la parte más alta de la isla, antes de que el sol suba excesivamente y la luz comience a ser demasiado dura para poder apreciar todos los detalles de la vegetación. Los atardeceres y esos maravillosos minutos que nos regala el cielo cuando el sol ya ha desaparecido tras el horizonte, los tenía reservados para fotografiar esos tonos tan peculiares que tiñen las columnas basálticas y el agua que las acaricia a lo largo de la costa de El Golfo, desde Las Puntas hasta El Pozo de la Salud. Las horas centrales del día, las de mayor cantidad de luz, las que menos nos gustan a los fotógrafos de paisaje, las empleé en moverme por el interior de la isla, redescubriendo rincones que me dejaron una buena impresión el primer día. El Faro de Orchilla, el Sabinar y el Santuario de la Virgen de Los Reyes, todo ello en el extremo más occidental. También Charco Manso, con su conocido arco de piedra y sus sugerentes cuevas, así como el peculiar poblado pesquero de El Pozo de Las Calcosas, en el noreste, en la costa de Echedo. Disfruté de las vistas desde algunos de los numerosos miradores, el de La Llanía, el de Jinama, el mirador de La Peña, etc. Y, por supuesto, me dejé caer hacia el sur de la isla por la carretera que llega a La Restinga, atravesando los tupidos bosques de pino canario que dan nombre al municipio de El Pinar, hasta dar con los Lajiales, en el vértice meridional de la isla, ese territorio inhóspito, árido, de morfología tan dura, que me atrapó con su incomparable encanto y me tuvo fascinado durante largas horas, a pesar del intenso calor, antes de bajar hasta la Cala de Tacorón. Fueron pocos días, agotadores pero fantásticos, en el que fue durante siglos el límite del mundo conocido, el último punto de referencia para muchos intrépidos exploradores antes de aventurarse a lo desconocido, y aunque hace ya mucho de aquellos tiempos en los que adentrarse en el océano era todo un desafío del que no todos salían bien parados, tengo que decir que en muchos rincones de la isla todavía se percibe algo de aquel ambiente arcaico, de aquella pureza mágica, de aquel silencio inalterable, de aquella sensación de estar lejos de todo, de que aunque pasen los días, parece no pasar el tiempo.
Bastantes lugares, mucha paciencia, litros y litros de agua y alguna que otra charla con los amables vecinos de la isla. La más reveladora, sin duda, la que mantuve con un par de guardas forestales en la zona de acampada de la Hoya del Morcillo. No solo me informaron del constante trabajo que realizan manteniendo en perfecto estado los innumerables senderos que atraviesan la abrupta orografía herreña, algunos de los cuales tuve la oportunidad de recorrer, al menos en parte (la subida al Pico de Malpaso, el Camino de Jinama, el de San Salvador, …), también me transmitieron su apasionada labor y el esfuerzo de todos los habitantes de El Hierro para llegar a formar parte de la Red Mundial de Geoparques, gestionando el inmenso potencial del patrimonio geológico en favor del desarrollo social y económico de la isla. Si contamos además, que en enero de 2000 la isla de El Hierro fue declarada Reserva de la Biosfera por la UNESCO, estamos ante un maravilloso ejemplo de conservación natural y cultural, utilizando únicamente prácticas sostenibles.
Aunque fue un viaje corto, de unos pocos días, lo que sé es que me gustaron muchas cosas de la isla, seguro que volveré en otras ocasiones para continuar descubriendo pequeños tesoros escondidos, para disfrutar de nuevo de esos paisajes tan hipnóticos, para que mi capacidad creativa siga acumulando horas de vuelo, para intentar que mis fotos dejen simplemente de gustar y consigan emocionar, pero antes de despedirme tengo que contaros lo que más me ha gustado de la Isla de El Hierro. Es muy simple, es básicamente lo que lleva a un fotógrafo de paisaje a sacar la cámara de su mochila y guardarse un pedacito de esa experiencia. Es la luz. Cuando miro las imágenes que capturó mi cámara veo la luz de El Hierro y sé que, dentro de algunos años, incluso cuando haya pasado el tiempo y eche un nostálgico vistazo a estas diapositivas, continuaré viendo la luz de El Hierro. Seguro que alguno se estará preguntando ahora mismo ¿qué tiene de especial esta luz?, ¿por qué la luz en la isla de El Hierro es diferente a la luz en cualquier otro lugar?, pues más que una certeza o una cuestión científica, es una sensación, una sutil percepción de los sentidos, no sé si sabría explicarlo, y como cada persona interpreta los estímulos que recibe de manera distinta, no voy a intentar razonar sobre algo tan subjetivo, prefiero que cada cual saque sus conclusiones, vais a tener que ir y comprobarlo vosotros mismos.
Sin palabras!! ?
Precioso. Falta «mi foto». La fuerza de lo delicado en un terreno duro y árido..