Cuatro días de incesante lluvia, interminables caminos de tierra rojiza ya convertida en barro, por los que las camionetas transitaban a un ritmo lento hasta resultar desesperante, una tremenda humedad en el ambiente y demasiadas horas sin llevarme nada a la boca. Mirar el reloj, más que un consuelo, se convertía en un verdadero castigo. Era la primera semana de viaje, el primer contacto con ese lugar en el que había estado pensando las últimas semanas, ese lugar que se mostraba tan idílico e inspirador en mis sueños hacía tan solo unos pocos días. Una sensación algo frustrante comenzaba a invadirme. Antes de llegar a la pequeña aldea que había marcado en el mapa para buscar una cama y descansar esa noche, todavía había que cruzar un río en enormes y primitivas barcazas repletas de sacos y cajas con todo tipo de mercancías.
Por la tarde ya no llovía, necesitaba dar un paseo para ubicarme, desentumecer las piernas y de paso, comprar agua y algo de comer. La luz del atardecer, el olor a tierra mojada, los frágiles chamizos de madera y las nubes que se abrían para dejar pasar algunos débiles rayos de luz habían creado una atmósfera tan apacible como extraña. Ya en la zona más transitada del poblado y entre el confuso trasiego de personas, carros y animales y el incómodo zumbido que formaban los gritos y las conversaciones de la gente en aquel idioma totalmente hermético para mí, una sola persona me seguía con la mirada, una niña risueña sentada en el bordillo de una calle, que preparaba una especie de imaginario tenderete con unas cuantas cajas de tabaco.
Ese fue el momento exacto en el que cambió mi realidad de relojes, horarios, reglas y prejuicios por una nueva realidad, la de observar, aceptar y absorber todas esas luces, esos sonidos, esos aromas y, en definitiva, esa insólita confluencia de sensaciones y matices que hasta ese momento había pasado totalmente desapercibida. Aquella niña sólo intercambió conmigo esa sonrisa, fue un breve instante, hasta entonces mi mente sólo había procesado caminos tortuosos, asientos incómodos, olores desagradables, humedad pegajosa, … pero desde ese momento recuerdo los chamizos elevados un metro de la tierra mojada con unas estructuras de troncos entrelazados, recuerdo regueros de agua teñida de un rojo intenso resbalando por los márgenes del camino, recuerdo entre las gotas de lluvia la salida de la luna llena desde la ventanilla de la camioneta, recuerdo también cestos con roscas de pan en tenderetes al pasar por algunos poblados y recuerdo las siluetas de unos árboles de aspecto totalmente arcaico adornando caprichosamente aquel utópico paisaje.
Viajar implica cambiar nuestra realidad, salir de nuestra zona de confort. Unas veces tardamos unos pocos minutos y otras meses o incluso años, pero sólo conseguimos aceptar el cambio, asumir que un día perfecto no tiene porque ser necesariamente un día soleado, si de verdad estamos preparados para ello, si aceptamos el reto. Después de aquel inspirador paseo, una vez que desapareció la necesidad de lo urgente, de lo inmediato, de que las cosas deben seguir cierta lógica, pude de verdad esconder el reloj, devolver con cortesía la mirada y la sonrisa a aquella niña, idealizar las calamidades, dejar de ver y empezar a mirar, a observar, y mimetizarme en esa nueva realidad, que me acompaño al menos hasta el final del viaje y que, a día de hoy, recupero de forma fugaz cuando, al contemplar las fotografías realizadas o las anotaciones de mis cuadernos, la nostalgia me transporta a alguno de los lugares por los que discurrieron mis pasos.
Ocurre, en ocasiones, que son demasiados cambios, demasiadas cosas nuevas e insólitas con las que chocamos en un periodo muy corto de tiempo, para las que no siempre estamos preparados y no somos capaces de asimilarlas correctamente, de procesarlas a la velocidad necesaria. Como viajeros, debemos ser siempre conscientes de que nuestra aportación a los lugares o a las personas que visitamos es ínfima, en ocasiones nula, en comparación con lo que esos lugares, personas o situaciones nos aportan a nosotros. Como fotógrafos, el hecho de conseguir captar con la cámara un estado de ánimo, un sentimiento, el espíritu o la esencia de un lugar, es un reto enorme, que en ocasiones puede resultar tan gratificante como agotador. En un viaje pasamos por días que parecen durar meses y por semanas que vuelan en unos pocos minutos, pasamos por momentos de tristeza, de cansancio, de entusiasmo, de calma, de decepción o de asombro. Lo cierto es que hay cosas que nunca conseguiremos transmitir al espectador que observe luego nuestras fotografías, pero la aparición de una mirada, de unos ojos en una instantánea, hace brotar una energía especial e intensa. Simplemente os invito a que de vez en cuando cambiéis vuestras realidades por otras menos rutinarias y más emotivas y reveladoras, que soñéis con los lugares a los que os gustaría ir, con las personas con las que os gustaría tropezar y descubráis vuestros propios paraísos, aunque en ellos no luzca el sol, ni la gente sonría constantemente, ni el idioma en el que hablan suene a música celestial.
Vida