COSAS QUE SE PARECEN A COSAS

Empiezo a leer el libro NO-COSAS del filósofo surcoreano Byung-Chul Han y enseguida me vienen a la cabeza charlas, conversaciones o sobremesas con algunas de mis amistades, hablando de la artificialidad de las cosas que consumimos, de la cantidad de experiencias que estamos sustituyendo por tristes sucedáneos que simulan, con mayor o menor acierto, una realidad que no necesitaba ser simulada. Algunas de esas conversaciones o sobremesas preceden a la típica discusión sobre qué hacer esa tarde, a dónde ir después de esa comida o de esa cena tan agradable. Las opciones siempre son dos: ir a hacer algo, o simular que haces algo. Ir a una exposición o buscar una cafetería donde sentarte y simular, desde la tablet o el móvil, que paseas por la exposición desde una aplicación de realidad aumentada, o inmersiva, o cómo se diga. Ir a la bolera o jugar desde casa de alguien a una especie de juego en el que simulas que estás en la bolera. Ver una buena película en el cine o escuchar cómo los demás destripan el argumento de las innumerables series que las plataformas de streaming nos lanzan a diario y que no he visto ni creo que llegue a ver nunca. Seguir hablando mientras disfrutas de la compañía, de la voz, de los gestos y de las miradas de tus amigos y amigas, o quedar hipnotizados por charlas virtuales con gente que no está presente y con la que simulas hablar desde una aplicación del teléfono. Yo acostumbro a defender las opciones que impliquen contacto humano y movimiento físico, no me gusta engañar a mis sentidos, creo que el cuerpo está diseñado para que la sangre circule por las venas y oxigene cada parte y cada órgano. Desafortunadamente, hace ya años que pierdo las discusiones. Siempre acabamos simulando que hacemos algo, buscando entretenimientos que simulen que nos estamos entreteniendo. Hace unos días me convencieron para probar uno de esos drones tan modernos que se manejan con un joystick mientras permaneces tranquilamente sentado con unas aparatosas gafas de realidad virtual. Me llevaron a un bosque para ver a través de las gafas el recorrido que iba haciendo el dron por entre los árboles. Una maravilla si yo fuese discapacitado y no pudiera levantarme de las rocas en las que estábamos sentados y pasear por el bosque. Pero como afortunadamente mantengo intactas mis facultades físicas, no llegué a entender la experiencia de realizar un paseo virtual por un lugar por el que puedo hacerlo de manera real, sin dron, sin gafas y sin ese insoportable zumbido de las hélices.

Somolinos, Guadalajara. © Miguel Puche

Me preguntan a menudo de dónde me viene ese rechazo a la tecnología y me toca aclarar que nunca he estado en contra de nada, que yo solo cuestiono la manera que tenemos de usarla. La tecnología es maravillosa y nos facilita muchas tareas, pero hay que aprender a utilizarla y sobre todo, hay que saber cuándo la necesitamos y cuándo no, diferenciar en qué momentos nos ayuda y en cuáles nos aparta de una maravillosa realidad para sumergirnos en un frío y artificial sucedáneo de realidad. Hace unos años, cuando los avances informáticos nos dieron las primeras pistas de la llegada de una nueva y excitante revolución, pero antes de esta abrumadora explosión tecnológica que ha invadido cada espacio de nuestras vidas, me gustaba pensar que las limitaciones técnicas nos invitaban a buscar soluciones, a ser más imaginativos. Creía que el hecho de partir siempre desde cero afinaba nuestras dotes creativas y nos hacía aprender y mejorar en todas las fases del proceso, porque todo dependía de nosotros, de nuestras decisiones. Con el tiempo uno se relaja y acepta que pedalear con el viento en contra es agotador y que don Quijote, al lanzarse contra los molinos, solo consiguió algunos días en cama para curarse de las magulladuras. Me da pena sustituir momentos reales con gente con la que he compartido muchos kilómetros de mi vida por una percepción adulterada de nuevas vivencias a través de pantallas que no me ofrecen ninguna sensación de naturalidad, de autenticidad, de veracidad.

Las Puntas, Isla de El Hierro. © Miguel Puche

Descubrí hace tiempo, viendo la maravillosa película Náufrago en la luna, del director Lee Hey-jun, también surcoreano, el fenómeno de los “hikikomori”, esos jóvenes que se encierran en sus casas, renuncian a cualquier contacto social, se apartan voluntariamente de la realidad llegando a un aislamiento extremo, como ermitaños modernos, y se comunican solo a través de redes sociales, creando contenidos falsos y permaneciendo enganchados a las pantallas las 24 horas del día. Un fenómeno que comenzó en Japón, pero que se está extendiendo a otras partes del mundo. En fin, ahora que esta anómala situación que ha generado la pandemia parece que va llegando a su fin, yo me alegro de tener guardados en la nevera algunas cajas de película para cargar mi vieja cámara de fotos, poder salir a respirar aire real, sentarme sobre una piedra real, contemplar un atardecer real, tumbarme en el suelo para fotografiar esas cañas de carrizo que crecen en el entorno de los lagos y capturar imágenes reales de momentos reales. Espero que de vez en cuando mis amistades me dejen ganar alguna discusión de sobremesa y consiga que todos apaguen el teléfono y volvamos, aunque solo sea un rato, a tener contacto con la realidad, con las texturas, con los olores, los sonidos, las miradas, las risas, las experiencias que nos hacen sentir útiles, necesarios, vivos. Con las cosas, no con las cosas que se parecen a cosas.

Esta entrada fue publicada en Reflexiones. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *