Hay fotografías que nos devuelven de golpe al momento exacto en que las tomamos, imágenes que guardamos para nosotros, que nos traen aromas, sonidos, emociones, que no podemos describir a nuestros conocidos sin dejarnos llevar por una excitación descontrolada, sin sentir esa egoísta sensación de que los demás nunca podrán vivir aquello porque ya no existe.
Contaba el poeta, novelista y ensayista holandés Cees Nooteboom hablando de su amigo y fotógrafo Eddy Posthuma, en esa cuidada selección de artículos de viaje llamada Hotel Nómada, que “Algunas de sus fotos las llevo tan grabadas en el alma que a menudo siento como si hubieran sido impresas sobre mi persona en lugar de sobre papel. Se hicieron en mi presencia. Yo vi la transformación en un solo segundo de una persona en fotografía, y sé que de otro modo ese segundo se hubiera disuelto en la inmensidad del olvido en que transcurre nuestra existencia…”.
Cierto, casi todo lo que ocurre a nuestro alrededor no ha existido jamás, no lo recordamos, no nos hemos percatado de ello, nadie ha guardado ese segundo concreto. Yo he convertido miles de paisajes, de miradas, de reflejos en recuerdos, pero no existen para nadie más, incluso algún día tampoco existirán para mí, ya que las diapositivas y los negativos que los contienen se quedarán cogiendo polvo en alguna estantería. Y así transcurre la vida de todos nosotros, recordando momentos puntuales que no podemos transferir a los demás y olvidando el resto. Es imposible guardarlo todo, porque como termina diciendo Cees Nooteboom, no podemos cargar tanto peso. Si no olvidáramos, moriríamos de exceso, sin el olvido nos volveríamos locos.