A pesar de saber que toda la programación cultural se ha cancelado hasta nuevo aviso, en España y prácticamente a nivel mundial, no puedo evitar trastear de vez en cuando por internet las webs de ciertos artistas o festivales con la ingenua esperanza de que alguien esté ya planificando algún evento con nuevas fechas, más allá del verano, cuando se presupone que las grandes concentraciones de gente volverán a ser seguras. Pero no, evidentemente la responsabilidad y el sentido común nos hacen de momento ser prudentes. Compruebo que incluso el famoso Burning Man, que se celebra cada año entre el último domingo de agosto y el primero de septiembre en el desierto de Black Rock en Nevada, también ha interrumpido la venta de entradas hasta que se sepa con certeza cómo evoluciona la alarma sanitaria al otro lado del charco, y con Trump al volante puede acabar de cualquier manera. Parece que la opción más factible por el momento es suspender el festival y realizar una especie de evento virtual. Evidentemente no será lo mismo.
Como no me puedo permitir acudir a un evento como este, y estos días también están cerradas las administraciones de loterías, me conformaré con indagar en su historia y escuchar los testimonios de aquellos afortunados que lo disfrutan año tras año. Todo comenzó en una playa de San Francisco en 1986, cuando Larry Harvey y Jerry James construyeron con chatarra una gran figura humana que luego rociaron con gasolina y prendieron fuego junto a un grupo de amigos para celebrar el solsticio de verano. Año tras año fue cogiendo volumen, tanto la figura como la cantidad de gente que se cogía de la mano y formaban un gran círculo alrededor mientras el fuego se consumía.
Y lo que para nosotros, que disfrutamos de las Fallas de Valencia o las Hogueras de San Juan sería una tontuna de cuatro amiguetes, con el tiempo se ha convertido en un gigantesco evento cultural que reúne en el inmenso desierto de Black Rock en Nevada a decenas de miles de personas durante una semana en la que artistas y compañías de todo el mundo improvisan una ciudad efímera (Black Rock City) donde tiene cabida cualquier propuesta artística, por muy loca que pueda parecer, sin limitaciones de espacio, de un modo totalmente participativo y respetando las libertades propias y ajenas a la hora de expresar cada fantasía a través del arte, de cualquiera de sus disciplinas y formas de expresión.
Las señas de identidad que lo convierten en algo único son muy sencillas. Todo el mundo es bienvenido, no hay organización ni tiendas ni dinero, se subsiste a través de la economía colaborativa y se fomenta el regalo o el intercambio, se prohíbe el comercio y cada asistente debe ser autosuficiente y llevar lo que vaya a necesitar para sobrevivir una semana en el desierto, lejísimos de todo, comida, muchísima agua, protector solar, bicicleta, caravana o carpa, gafas, gorro, linterna y un largo etcétera.
No hay escenarios ni espectadores, el lugar es una descomunal obra en blanco y todos los asistentes contribuyen de manera inmersiva a través de lo que podemos llamar “ética participativa”, un esfuerzo colectivo, improvisando y colaborando entre sí en cada una de las iniciativas que puedan surgir. No hay publicidad ni patrocinios, se presupone en cada participante una adecuada responsabilidad cívica y no se deja rastro alguno al finalizar el evento, cada uno se lleva consigo lo que ha traído y la basura y residuos que ha generado.
Y poco más se puede decir, que son famosas las tormentas de polvo en el lugar y que si te gustan las comodidades de un buen hotel y la pulcritud de las galerías de arte, este no es tu sitio. Supongo que hay que acudir sin ninguna pretensión clara, con la mente abierta y ganas de dejarse llevar por la creatividad y las ideas locas de varios miles de personas que se juntan y actúan durante siete días como un enorme y efímero proyecto artístico. Confío que siga adelante y no se cancele este año y lo dicho, yo no puedo permitírmelo de momento, pero soñar es gratis y, quién sabe, quizás algún día me convierta en un Burner y viva para contarlo.