En los últimos tiempos, ante la abrumadora avalancha de estímulos visuales que recibimos a diario, con imágenes tan espectaculares, de una belleza estética tan exagerada, con unos tonos sobrecargados, tan perfectas que me resultan en muchos casos artificiales, me sorprende seguir descubriendo el trabajo de artistas que continúan desarrollando aquella visión tradicional, pura y refinada con la que aprendimos muchos de nosotros, heredada de los maestros del paisaje en blanco y negro, con esas limitaciones con las que los equipos analógicos nos obligaban a ser selectivos, a simplificar, a buscar la esencia del lugar que estábamos visitando. Me entusiasmo además cuando descubro que alguien que no conozco hace resonar en mi cabeza una de las enseñanzas que más me gusta transmitir a la gente que me pide consejo. Mimetizarse con el paisaje, estudiarlo desde dentro, destapar la belleza de cada uno de los elementos que lo forman, dedicar tiempo a observar los efectos que la luz provoca en cada superficie. Texturas, sombras, contraluces, mirar hacia arriba, hacia abajo, atrapar desde dentro todo lo que nos atrajo de aquello cuando lo vimos desde fuera, captar la forma en la que percibimos un lugar cuando nos sentimos integrados en él.
Rob De Loë es un fotógrafo canadiense de la región de Ontario que, aunque ha recorrido de manera natural la transición lógica hacia la modernidad, trabajando ahora exclusivamente con equipo digital, siente aún cierta morriña de aquella fotografía física, la que tocábamos, la de los papeles baritados y los haluros de plata, la fotografía argéntica, como decían nuestros maestros. A mí me emociona mucho leer noticias sobre músicos que graban sus trabajos en estudios de los años 70, porque dicen que consiguen un sonido más natural. Me encanta ver cocinar a esas abuelas que llevan utilizando los mismos utensilios desde hace la torta de años, improvisando ingredientes sobre la marcha y calculando los tiempos a ojo. Y ya sabemos por cómo huele la cocina que aquello va a saber a gloria. Respetando el dogma de que la mejor herramienta es con la que cada uno se sienta más cómodo, defenderé siempre ese maravilloso concepto japonés del wabi-sabi, o la belleza de lo imperfecto. Por eso quería comentar el trabajo de Rob De Loë, sencillo, sin buscar la espectacularidad, sin alardes técnicos, captando únicamente lo que tiene delante, una sombra, una textura, un detalle que refleje su experiencia allí, un paisaje dentro del paisaje.