ARTE O SOUVENIR

Termino de leer el libro “La memoria de la Tierra” de Rafael Manrique, en el que nos cuenta de manera amena las sensaciones de las que su cuerpo y su mente se han ido impregnando durante un viaje reciente por una de las regiones más aisladas de Australia. No es una novela de aventuras. Es una de esas lecturas agradables, de verano, para amantes de los viajes, del silencio, de los cuadernos de notas. Es, además, un conjunto de reflexiones sobre la conexión emocional que generamos con los paisajes que nos rodean, en un lugar donde ese vínculo espiritual con el entorno y con los ancestros que caminaron por allí hace miles de años se percibe y se respira a cada paso.

«Body Paint Design». © Louise Numina Napanangka

Yo también me considero viajero, y nunca olvido papel y bolígrafo cuando preparo el equipaje, aunque no tengo la capacidad necesaria para escribir ordenadamente todas las ideas que pasan por mi cabeza, ni para dar forma de relato a todas esas crípticas e indescifrables anotaciones que emborronan el cuaderno con el que viajo.

«Awelye Dreaming». © Raelene Stevens

De los más que interesantes pensamientos que recoge el libro, quería rescatar uno de ellos. Comenta Rafael Manrique la extraña sensación que le genera la cantidad de pinturas aborígenes que adornan las paredes de importantes galerías de arte contemporáneo en las modernas ciudades australianas. Intenta entender la razón de que un arte con miles de años de historia, que empezó a desarrollarse muchos siglos antes de que existieran siquiera esas ciudades, se considera de repente como algo novedoso. Es curioso como esa descontrolada mercantilización del mundo del arte que ya sufrimos en Europa y Norteamérica parece haber llegado a un lugar tan remoto para convertir un arte más antiguo que nuestro arte antiguo, con un componente emocional tan profundo, en un reclamo turístico superficial y frívolo, tan alejado de su propia esencia.

«Women’s Ceremony». © Joylene Reid Napangardi

Conozco parte de Australia y agradezco la reflexión. Me encanta pasear por galerías de arte y dejarme encandilar por esos coloridos lienzos que revelan supuestos episodios de aquella lejana y sugerente época de su historia en la que nada existía pero que todo se soñaba. Entiendo que algunas ciudades y gran parte de sus comercios viven del turismo. No cuestiono la calidad de esas obras que cuelgan de las salas de exposiciones ni juzgo a los artistas que las crearon, que por muy aborígenes que sean, tienen que comer y pagar facturas como cualquier hijo de vecino. Pero no puedo evitar sufrir cierta sensación áspera cuando el galerista de turno se percata de mi interés en alguna de las pinturas y me agasaja de manera desmedida con innecesarios datos sobre los maravillosos y resistentes materiales de embalaje que utiliza para que pueda llevarme la obra bajo el brazo y no sufra ningún daño en el avión de vuelta a casa ni en los aeropuertos, y me susurra algún truco para no pagar impuestos al pasar la obra por la aduana. En unos pocos segundos se viene abajo todo el encanto del lienzo, del artista y de esos tácitos sueños que surcan cada pincelada de la obra. De repente me siento como un turista más que quiere comprar cualquier souvenir que justifique delante de mis amigos mi estancia allí una vez que regrese a casa. Como explica Manrique en el libro, siento esa pintura fuera de lugar, lejos de los propósitos con los que los primigenios artistas aborígenes crearon sus primeras obras. No puedo evitar desconfiar del eslogan que reza a la entrada de la galería “Original Aboriginal”, como intentando convencernos de que todo lo que se vende allí dentro es auténtico y no está hecho en China.

Louise Numina en la galería Readback de Darwin (NT).

Tengo que decir que nunca llegué a comprar arte aborigen. Es caro y no me lo puedo permitir, pero me encantaría adquirir algún día un pedacito de esa cultura maravillosa. De entre los artistas a los que he podido ver en acción, en una de esas recientes invenciones que se llama “Artist in residence”, donde un galerista invita a un artista a desarrollar alguno de sus proyectos en las dependencias de la galería, mientras el público puede contemplar durante varios días el desarrollo del trabajo, e incluso preguntar y hablar con al autor allí in situ, quiero hablar de Louise Numina Napanangka, que encajaría en las dos maneras de entender el arte que estamos comentando. Por una parte es 100% nativa, de eso no cabe ninguna duda. Además es una artista estupenda, con formación en arte, aunque con un estilo algo alejado del tradicional “punto a punto” con el que relacionamos la manera de pintar aborigen. Por otra, sus patrones y texturas forran todo tipo de objetos a la venta en cualquier tienda de recuerdos del centro de la ciudad, estuches, fulares, cojines, tazas de café, … y no lo critico. Ya me gustaría a mí hacer fotografías maravillosas y además ganar dinero con ellas. Lo que sí me gustaría, si algún día quisiera comprar una de sus obras originales, es visitarla en su domicilio de Darwin y echar un ojo a los lienzos que pinta para ella. Me apuesto algo a que son mucho más interesantes que los que pinta por encargo para los galeristas que la representan. No me importaría pagar por una de esas obras personales que guarda en su casa, en la que seguro no cuelga ningún cartel del tipo “Original Aboriginal”. No creo que haga falta.

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