EL RITMO DEL MAR

“El agua cristalina que brilla en arroyos, ríos y mares no es solo agua, sino la sangre de nuestros antepasados, el murmullo del agua es la voz de mis ancestros”, escribía el gran jefe Seattle allá por el año 1855 en la carta con la que contestaba al gobierno de los Estados Unidos sobre la impúdica proposición del presidente Franklin Pierce de que vendieran sus tierras a los colonos blancos y que ellos se fuesen a vivir a una reserva.

A lo largo de miles de años, el agua ha simbolizado la esencia de la vida. El agua es fortaleza, espíritu, ímpetu, también es balance, pureza y armonía. Posee una misteriosa energía, podríamos estar mirándola durante horas con la mente en blanco, sin pensar absolutamente en nada. La observamos en movimiento o congelada, cambiante, vaporosa, limpia, y la sentimos reconfortante, impetuosa, equilibrada, metafórica, misteriosa. Si hay un elemento en la naturaleza que puede transmitir emociones, es el agua. Capaz de arrastrar, pulir o cambiar un paisaje, de traspasar la fotografía que la capturó durante una fracción de segundo y fluir hasta el espectador en forma de melancolía, de calma, de fortaleza o de vitalidad.

Ocurre algo extraño cuando permaneces sentado frente al mar durante un tiempo prolongado, nuestra mente puede llegar a aletargarse, pero algunos de nuestros sentidos se agudizan. Podemos cerrar los ojos y adivinar si la marea está subiendo o bajando, sentir como se deshace la espuma blanca generada por la agitación de las olas, oír pequeñas rocas chocando contra otras más grandes, imaginar las formas que esculpe el agua en la arena cuando pierde fuerza y retrocede buscando de nuevo el océano. Multitud de sensaciones que no podemos atrapar con nuestra cámara, pero que hacen más íntima la búsqueda de una textura concreta o de una composición determinada. Sensaciones que guardamos en nuestra memoria para cuando necesitemos trabajar mentalmente una idea nueva o continuar una serie ya empezada y sobre la que queremos avanzar.

La Caleta, Isla de El Hierro. © Miguel Puche

Si quisiéramos capturar cada una de las acometidas del agua del mar sobre un punto concreto de la costa, cada uno de los golpes de las olas sobre un acantilado o una playa determinada, podríamos permanecer unas seis horas, que es el tiempo que pasa desde la pleamar hasta la siguiente bajamar, observando detenidamente el lugar elegido. La experiencia será, con toda seguridad, de lo más aburrido que hayamos hecho en nuestras vidas, pero al margen del previsible fruto fotográfico, cientos de tomas parecidas, de un mismo lugar y de un mismo día, obtendremos seguro otro resultado más subjetivo, menos tangible, pero quizá más útil para entrenar nuestras cualidades imaginativas. Después de esa áspera pero inspiradora labor de observación, desaparecerá la necesidad de lo urgente, de lo inmediato, de que las cosas deben seguir cierta lógica, podremos dejar de mirar el reloj y esconderlo en el último bolsillo de la mochila, cambiaremos nuestra realidad de horarios y reglas preestablecidas por una nueva realidad, la de observar, aceptar y absorber todas esas luces, esos sonidos, esos aromas y, en definitiva, esa insólita confluencia de sensaciones. Podremos mimetizarnos con ese lugar, con ese momento y en esa nueva realidad e intentar un reto enorme, el de conseguir captar con la cámara un estado de ánimo, un sentimiento, o incluso el espíritu o la esencia de ese rincón. Casi nada. Hacemos fotografías porque las cosas que queremos contar, solo sabemos transmitirlas a través de ellas. No sabríamos expresar esas experiencias, esas sensaciones o esos placeres de otra manera. El desafío de retratar un elemento con tantas posibilidades, de simplificar al máximo hasta quedarnos con la visión más íntima y cercana posible puede resultar algo abrumador, pero creo que merece la pena intentarlo.

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